Luz de bengala.
A ti nunca te dediqué una carta de despedida; sólo esos cuentos iracundos, la reclamación airada de tu confusión (¿acaso no me conocías? Después yo sola me respondí: no, sólo me leías). Breve, intenso, deslumbrante, avasallador y finalmente nada, como una bengala navideña. Extraño a veces leerte, tu ingenio, lo que opinarías de la Galleta, de mis proyectos, de mis visitas al psicólogo. Sigo leyendo al Capitán Alatriste, me gustaría platicarte de mis libros, ir a librerías juntos y hablar de lo que vemos. Pero nunca pudimos platicar, ¿cierto?
Es en esos momentos cuando recuerdo los interrogatorios, los malentendidos, los sobreentendidos. A veces creías entenderme mejor de lo que yo me comprendía, y eso era extravagante, sorprendente, doloroso y a menudo erróneo. Gracias a las tres estocadas que colocaste me replanteé muchas cosas, viniste en el momento justo para provocar una crisis, la detonaste y te fuiste.
Cómo me gustaría haber sabido ser amigos. No haber jugado a nada más que eso, que ni tú trataras de leerme a través de mis textos ni que yo pretendiera explicarte todo aquello que ni yo entendía. Habría sido tan bueno que no hubiésemos presionado al tiempo y al destino... después de esperar 3 años para ese único café, bien pudimos habernos dado tiempo para conocernos. No pasó.
Estoy orgullosa de que no haya pasado. Rechazarte de momento fue saber cerrarle la puerta a una circunstancia en la que el instinto decía no, las hormonas decían sí y el corazón decía quién sabe. Sólo quería tiempo para acomodarme, pero tu reacción (explosiva, inesperada, arrolladora, finalmente un portazo que entreabrió la puerta) me hizo comprender que era más sano hacerme a un lado.
Me gusta pensar que eres mi error más absurdo. Es divertido. Tal vez cuando tú sí seas un intelectual reconocido y yo una profesora de una materia irrelevante que no publica ni en un blog, podré decirle a mis alumnos que te conocí. Que nos topamos y nos ahuyentamos mutuamente. Que te dejé ir, y les inventaré un pretexto que te honre, como que tu intelecto me sobrepasaba. No diré que me aterrorizó tu forma de mirarme, de acecharme para conseguir un beso, de tratar de hurgar en lo más profundo de mi mente y de mi alma en menos de dos meses.
Ésta será la carta de despedida. Me gustaría más bien enviar un correo por esa puerta entreabierta, y decirte que me he dado cuenta de que nunca te quise, de que me interesas y me gusta intercambiar opiniones e ideas contigo, pero no me gusta que entres en mi intimidad. Que tú estás muy bien afuera de los muros, que te quiero cuate, tal vez amigo de libros, pero nunca amigo íntimo, menos aún pareja. Que si aceptas eso, me encantaría seguir tomando cafés y platicando de literatura y de música y de política y esas otras cosas que no son vulnerantes.
No lo haré, porque sé que no aceptarías, y me expongo a enredarme de nuevo, a estar demasiado cerca de la llama otra vez. Te sacrifiqué una tarde. No más. Y ahora invierto estos minutos en escribir algo que me explique a mí misma por qué no enviar el correo que he tenido en mente las últimas semanas. Eso será todo, por primera vez una historia tendrá cierre... Y será la tuya. Qué conveniente.
Es en esos momentos cuando recuerdo los interrogatorios, los malentendidos, los sobreentendidos. A veces creías entenderme mejor de lo que yo me comprendía, y eso era extravagante, sorprendente, doloroso y a menudo erróneo. Gracias a las tres estocadas que colocaste me replanteé muchas cosas, viniste en el momento justo para provocar una crisis, la detonaste y te fuiste.
Cómo me gustaría haber sabido ser amigos. No haber jugado a nada más que eso, que ni tú trataras de leerme a través de mis textos ni que yo pretendiera explicarte todo aquello que ni yo entendía. Habría sido tan bueno que no hubiésemos presionado al tiempo y al destino... después de esperar 3 años para ese único café, bien pudimos habernos dado tiempo para conocernos. No pasó.
Estoy orgullosa de que no haya pasado. Rechazarte de momento fue saber cerrarle la puerta a una circunstancia en la que el instinto decía no, las hormonas decían sí y el corazón decía quién sabe. Sólo quería tiempo para acomodarme, pero tu reacción (explosiva, inesperada, arrolladora, finalmente un portazo que entreabrió la puerta) me hizo comprender que era más sano hacerme a un lado.
Me gusta pensar que eres mi error más absurdo. Es divertido. Tal vez cuando tú sí seas un intelectual reconocido y yo una profesora de una materia irrelevante que no publica ni en un blog, podré decirle a mis alumnos que te conocí. Que nos topamos y nos ahuyentamos mutuamente. Que te dejé ir, y les inventaré un pretexto que te honre, como que tu intelecto me sobrepasaba. No diré que me aterrorizó tu forma de mirarme, de acecharme para conseguir un beso, de tratar de hurgar en lo más profundo de mi mente y de mi alma en menos de dos meses.
Ésta será la carta de despedida. Me gustaría más bien enviar un correo por esa puerta entreabierta, y decirte que me he dado cuenta de que nunca te quise, de que me interesas y me gusta intercambiar opiniones e ideas contigo, pero no me gusta que entres en mi intimidad. Que tú estás muy bien afuera de los muros, que te quiero cuate, tal vez amigo de libros, pero nunca amigo íntimo, menos aún pareja. Que si aceptas eso, me encantaría seguir tomando cafés y platicando de literatura y de música y de política y esas otras cosas que no son vulnerantes.
No lo haré, porque sé que no aceptarías, y me expongo a enredarme de nuevo, a estar demasiado cerca de la llama otra vez. Te sacrifiqué una tarde. No más. Y ahora invierto estos minutos en escribir algo que me explique a mí misma por qué no enviar el correo que he tenido en mente las últimas semanas. Eso será todo, por primera vez una historia tendrá cierre... Y será la tuya. Qué conveniente.