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Vespertina Star

21.7.15

Ein anderes Ende


—¡De verdad que no entiendes nada! Ojalá fuese tan sencillo... ¿Realmente crees que me arrepiento de haberme casado con Pietro Aurelio, que fue un marido amoroso, fiel, responsable y cuerdo? —las puñaladas fueron certeras y brutales, pues enseguida provocaron llanto—. ¡Qué bueno que, por una vez en la vida, le hice caso a mi cabeza y no a mi corazón! Sería yo completamente infeliz. Y, de todas formas, mi corazón aquí está, desgarrado e insatisfecho como siempre, saltándome en el pecho al verte...
Kein Name,  Novela inédita de FvH.

Friedrich nunca supo que Norma lo vio una vez más después de aquella noche, y antes del declive mental de él, que se cumplió puntualmente con el paso de los años y el cansancio, siguiendo la pauta genética trazada por su madre. Fue en una estación de tren, de lejos. Él había caído de la gracia del Reich por alguna razón (Norma se había enterado, y estaba secretamente feliz de ver a su examigo lejos de aquella fauna de subnormales aquejados por el bicho de la superioridad), y al final Von Reit se había ido también, a dejarse la piel en la Legión Extranjera, atormentado por sus propios demonios. El final lóbrego que el Conde siempre anheló para sí se había transformado, al final, en una caricatura fársica. En la realidad, había terminado por refugiarse en las letras, y se había vuelta catedrático de una oscura universidad, donde se había concentrado en la Filosofía con el mismo ardor con que en algún momento cultivó las artes y después la búsqueda de poder. Perdió varios hijos en la Guerra. Stanzie le había contado todo aquello en las múltiples cartas que ambas se escribían. Ella sería la heredera de su padre en todos los sentidos: material e intelectual.
En la carta más reciente, le había comentado que su padre estaba de viaje por Italia. Norma le pidió que no le dijera más, ni le diera más noticias: la relación de ambas era independiente de las múltiples rupturas que ella y Friedrich tuvieron aquella noche, y que los dos habían sido suficientemente orgullosos (o conscientes, sabrá Di-s) para no reparar. Ella sabía que él cumpliría su palabra de no buscarla nunca más, y ella correspondería de igual manera hasta su muerte. 
No saber las fechas de la estancia en ciudades italianas de quien fuera su amigo terminó llevándola al mismo andén, en Porta Nuova. Ella regresaba de visitar a algunos parientes desperdigados; él… no había manera de saberlo. Estaba parado en el andén, reclinado con cierta indolencia en una de las columnas, leyendo con intensidad; alternaba la mano entre sostener el bastón que ahora llevaba como muestra de su edad y de que la Guerra tampoco lo había perdonado, y tomar la pluma fuente que le manchaba la bolsa del saco (y seguramente los dedos, como cuando era joven). Norma lo reconoció precisamente por eso: porque poca gente puede leer con fiereza, casi con salvajismo, conservando al mismo tiempo el aire de quien fue un dandy en otra era, y después fue militar y luego ya no supo qué más ser.
Él estaba tan concentrado en el texto (a la distancia y con sus crecientes problemas de vista ella no pudo saber de qué se trataba), que no la notó nunca. Ella tuvo diez, quince minutos para observarlo con cuidado. Seguía teniendo una mirada intensa, aunque ahora parecía permanentemente torva. Las lineas crueles del rostro estaban cambiando por un dejo amargo, decepcionado. La ropa denotaba su deseo de no darse a notar más. Sus manos seguían teniendo dedos largos y frágiles, "de pianista o de artista", como solía decirle ella.
La edad no había perdonado su cuerpo, tampoco. El cabello le escaseaba, lo poco que quedaba ya tenía abundantes canas, y estaba despeinado, como sólo puede ocurrirle a los hombres mayores que viven solos. Su cuerpo se había encogido visualmente: ya no tenía la presencia marcial de aquella última vez, ni la galantería del dandy joven con el que recorriera Venecia y los mejores teatros de Europa de punta a punta. Ahora era la estampa de un viejo profesor de hombros caídos, que hacía anotaciones furiosas mientras mascullaba esperando un tren.
¿Qué la mantuvo ahí hasta que su tren estuvo a punto de partir sin ella? La forma en la que su corazón saltó de gozo al verlo. Darse cuenta de que, pese a todo el daño causado por ese último encuentro en persona, el tiempo y la distancia habían hecho su trabajo. Se halló, de pronto, extrañando tener conversaciones con ese filósofo furibundo y agotado; deseando hablar de libros y arte con él una vez más. Sin embargo, era consciente de que aquellos que habían sido ya no existían más: ni él era aquel hombre impresionante, ni ella era la belleza intelectual de su juventud. Habían envejecido, cada cual por su lado, hasta encontrar el tipo de paz que la vida les regaló (o se procuraron, prefería pensar ella). 
Lanzaron la última llamada. Caminó a paso veloz, apoyada en su bastón de empuñadura de marfil, con rumbo al tren, dejándolo atrás. Desde la ventanilla del tren alcanzó a lanzarle una última mirada. "Adiós, mi queridísimo Graf. Adiós para siempre. Gracias por aquellos momentos de felicidad infinita que creamos juntos. Que lo que te resta de vida sea buena contigo. Vayámonos en paz". Musitó eso como una plegaria, mientras el tren aceleraba y ella le lanzaba una última sonrisa que no sería vista por él nunca, nunca más.
Pasarían años antes de que Constanze le notificara de la irremediable pérdida de lucidez de su padre, y de que ella decidiera visitar de nuevo la mansión sombría, mucho más por su "sobrina" que por él o por ella. Después de ese último vistazo casual, no hacía falta mucho más. Había dejado ir el amor y la enorme gratitud por su querido amigo junto con los rencores del detestable y arrogante militar nazi en el que se transformó. A ella misma, pensó entonces, no le quedaban muchos más años de vida en esta tierra. Había amado, había sido intensamente amada, había compartido lo que tenía que compartir. Dejaba un mundo mucho mejor y con más esperanza que aquel en el que había vivido. Esperaba que él, en alguna zona de esa demencia sin fondo, pudiera tener esa misma certeza, y que hubiera logrado reconciliarse, antes que con cualquiera, consigo mismo.