.comment-link {margin-left:.6em;}

Vespertina Star

2.3.06

Cena a la luz de las velas, parte 2.
Por fin vas a empezar a cocinar. Sólo nos queda media hogaza de pan y más gula que apetito. El contador (nuestra presencia incómoda) está en su rincón de mi casa, pero aprovecha que nos quitamos de la sala para salir por fin de su confinamiento involuntario, y mientras estamos en la cocina sale medianamente furioso del departamento. Nos despedimos de él y cuando sabemos que se fue reímos de nuevo con esa complicidad incomprensible.

Pones el aceite, empiezas a colocar hierbas en el salmón (nunca entenderé cuáles, tu cocina es casi un misterio para mí) y yo exprimo a mano las naranjas; pienso en comprar un exprimidor de fruta pero ahora es demasiado tarde. Además, disfruto el contacto con la fruta en mis manos. Elogias mi única capacidad en la cocina: la de escoger frutas y verduras, porque las naranjas fueron jugosas y dulces. Mientras el salmón se empieza a cocinar, te abrazo y me abrazas. En algún momento mi boca quedará sobre tu cuello, y tardaremos tres segundos en darnos cuenta de que eso no está permitido, es parte de las reglas no escritas de esto. Nos separamos como niños de 10 años, gritando “¡Guácala!” aunque ambos sabemos cuánto disfrutamos el contacto mutuo.

En un santiamén estarán listas las setas salteadas con berenjenas, y el salmón. Tenemos velas prendidas y luz ambiental, bendita contradicción: somos el perfecto lugar común y al mismo tiempo no podríamos estar más lejos. Hay un poco de arroz, también. Lo hicimos sólo para prevenir que algo faltase, aunque en realidad habrá comida para cuatro. La mesa está puesta, llevo los platos hasta la cocina para que tú sirvas todo lo que preparaste, y nos disponemos a cenar.

Todo está perfecto: las berenjenas son una delicia, el salmón no pudo quedar mejor, hemos bebido suficiente tinto como para sentirnos más que cómodos en compañía del otro. Una de esas noches en las que todo ha salido extrañamente bien. Cuando el vino se termina, cada uno se hace para atrás en su silla y nos miramos. “Quisiera invitar a mi consejero, para que sepa lo que estoy dejando atrás” “Podemos hacerlo para tu cumpleaños… yo pongo la casa, tú pones la cocina”.

De fondo sigue el soundtrack. Parece que ha pasado tanto, pero en realidad es un segundo. Disfruto de la cena, de la música, de nuestra plática, de tu compañía... "Si lo que estoy buscando es un hombre con el que pueda tener una plática interesante, durante una deliciosa cena en casa a la luz de las velas, escuchando música rara, ¿por qué estoy saliendo con chavitos que no son capaces de decir claro lo que les gusta y lo que no?" Tú tampoco lo sabes.

Se hace un silencio completamente cómodo. Vemos al infinito y sueltas la frase: “¿sabes hace cuánto que no tenía una cena a la luz de las velas?” No te respondo de inmediato; pienso en la mía, hace tanto tiempo que es inútil recordarla. Estamos aquí, juntos, haciendo la fiesta de las dos soledades. Me sigue pareciendo increíble que la suma de dos huecos haya dado como resultado un todo, algo mucho más que la suma de sus partes, un sentimiento puro que produce un dolor tan intenso y una felicidad casi brillante…

Me la he pasado bien. De pronto caigo en cuenta: en 4 meses sales de mi vida para siempre. Es el día más feliz en mucho tiempo, y tendré que renunciar a él, a ti, a todo. Tendré que reaprender a estar conmigo, no me molesta tanto como el hecho de saber que te has vuelto gran parte de mí. "La conciencia de la felicidad presente nos hace descubrir la esencia de la infelicidad futura" digo mientras muevo la copa de tinto y la observo fijamente. Nos reímos con esa risa amarga, tan característica de nuestra lectura de pensamiento. Brindamos.

Tengo que pararme, voy al baño a soltar las lágrimas que habían puesto mis ojos brillantes. Cuando regrese, tú dirás que fue el alcohol lo que hizo que mi nariz se enrojeciera y yo te daré la razón. En realidad fue la nostalgia adelantada, la certeza de haberte tenido y no al mismo tiempo, y de saber que en unos meses te perderé para siempre (para mejor, ya lo sé, es con lo que me recompongo para alcanzar a salir en el tiempo que hubiera requerido cualquier otra acción).

Regresaré. Platicaremos sobre nuestros afanes, me dirás que nuestra canción no es esa de Van Morrison que escogimos al azar alguna vez en el radio (otro lugar común) sino la que cantan “tu papá” y la canadiense que alucino. “Son una pareja real: él un gordo feo, ella una flaca odiosa... no saben estar juntos, pero tampoco separados, y se dicen te odio todo el tiempo. Esa es nuestra canción”. Reiré, pero sé que al día siguiente voy a terminar buscándola en el internet y que tal vez la memorice sólo para complacerte-molestarte. Bendita ambigüedad la nuestra.

Terminaremos escuchando óperas en el sillón de siempre, ese mueble feo que se ha vuelto el centro de nuestro espacio. No nos besaremos. Nunca lo haremos, toda la vida nos hemos abrazado, mordido los brazos, dado puñetazos: ¿quién necesita besarse? Te besé en sueños una vez... no bastará. Tampoco sobra.

En dos semanas admitirás que soy la persona más importante de tu vida, y por fin cocinaremos juntos (no como siempre, que tu cocinas y yo pongo la mesa). Por ahora no lo sabes. No tenemos idea de que el viernes, antes de entrar al cine, habremos hablado de las verdaderas razones por las cuales nunca fuimos "pareja". Yo todavía no sé que el domingo siguiente estaré furiosa contigo como en los viejos tiempos, por ser pero no poder ser al mismo tiempo. Tampoco sé que el martes volveré a entender todo, a comprender, a resignarme. “El amor verdadero quiere el bien del otro y aprende a renunciar”. Lo recordaré un día antes de que ahuyentemos la sombra que estuvo entre nosotros las últimas semanas.

Y habrá sido un anti 14 de febrero más romántico que muchos... Tan dulce, tan amargo, tan nosotros. Es algo más que atesorar.